Lo que yo veo son historias, muchísimas, las que me contaron, las que viví, leí, inventé y escribí. Las más antiguas, sin duda, son aquellas que me contaban en Cochabamba la abuelita Carmen y la Mamaé para que fuera tomando la sopa y no me volviera tuberculoso. La tisis era el gran cuco de la época, como lo sería décadas después el sida, al que, ahora, la medicina también ha conseguido domesticar. Pero de cuando en cuando se desatan todavía las pestes medievales que asolan el África, como para recordarnos de vez en cuando que es imposible enterrar del todo el pasado: lo llevamos a cuestas, nos guste o no (Vargas, Un alto en el camino).
Hay una suerte de conmovedora compulsividad en su compromiso con la honestidad intelectual. Por su inteligencia y su formación, debe tener en claro que algunas de sus amistades políticas no son recomendables para el mercado literario en el que se mueve. Pero el sobrino de la tía Julia siempre piensa en voz alta. Cuando hace falta y cuando no hace falta. Sencillamente, necesita desnudar su pensamiento en todos los ámbitos, sin especular con conveniencias (Fantini, Revancha Vargas Llosa).