Desde
Carlomagno, pasando por la milenaria dinastía de los Capeto, hasta la
revolución de los sans culottes, Francia ha sido referente político. Más aún,
sembró la gran cultura. El amor que conocemos hoy fue creado en Languedoc
(siglo XI), denominado “amor cortés”. La Comédie-Francaise y Moliere
inauguraron el teatro moderno. ¿Cómo olvidar a Lancelot y sus amores con la
reina Ginebra, a D’artagnan y a los tres mosqueteros, al dolor existencial de
los poetas malditos? ¿Y la arquitectura, la moda, los impresionistas y los
surrealistas? La contribución de Francia al mundo ha sido monumental e
incesante.
Todos le debemos algo o mucho, pero no de la
misma forma. El edicto de
Nantes (1598) promulgó la libertad religiosa, profundizando la separación
Estado-Iglesia. La Ilustración elevó a
la Diosa Razón y no la fe. La Revolución francesa escribió una constitución
laica y los derechos humanos. Esto, para religiones como el islam, que creen en
Estados confesionales regidos por ley religiosa, la ley sharia, es una deuda
diabólica y Francia es su enemiga. Ciertamente que no todo el pueblo musulmán
es extremista, pero su cultura anida una beligerante radicalidad religiosa,
frente a la libertad. La sociedad francesa, implicando superioridad moral, ha
ido cediendo al empuje islámico y esto ha incubado (tan solo fichados) a más de
cinco mil franceses islamistas. Que este dolor por Bataclán y los asesinados
este viernes 13, en París, le entregue la brújula a Hollande y a los
intelectuales franceses, que la majestad de un Estado no es hacer alarde de
culpa y empoderar a la supuesta víctima ideológica, sino proteger a sus
ciudadanos, su bienestar y a la libertad de occidente, por encima de cualquier
otra consideración.