respeto
mis errores, conozco mis heridas y me comprometo
a que
esas heridas no me lastimen ni lastimen a los que amo.
Hoy
suelto a mis padres y entiendo que lo que no me dieron
no lo
tenían, no estaba en ellos darlo.
Cancelo
las facturas de afecto que sentí que mis padres y la vida debían
pagar,
hoy sé que puedo recibir amor en libertad
y
empieza en la relación conmigo.
Me
amo, me acepto, respeto mis necesidades y mis carencias,
respeto
mi ritmo y perdono mis errores producto
de mi
ignorancia y mi incapacidad para dirigirme con amor.
Camino
con paciencia hacia la conquista de mí,
sin
pelear y sin rechazo, siempre de la mano conmigo.
ANAMAR ORIHUELA
Capítulo 1
El cuerpo emocional
Nuestro cuerpo funciona por medio de sistemas, tenemos uno digestivo, otro nervioso, uno
inmunológico, otro más respiratorio, en fin, somos una unidad de sistemas que nos permiten
funcionar físicamente. Es fácil entender esto, todos lo sabemos porque a nivel físico vemos,
sentimos y conocemos estos sistemas. El cuerpo es sólo una parte de ellos, la más evidente, la
que podemos ver y tocar. Tenemos un físico que nos distingue de los demás y para todos es
clara la diferencia. Sin embargo, el físico sólo es una parte de la personalidad, tenemos otras
menos visibles pero igual o más importantes, pues todo lo que pasa en ellas se manifiesta en el
físico; el origen está en estos otros cuerpos que nos conforman y que, como no son medibles ni
pueden pesarse, pareciera que no existen o son menos importantes.
Todos hemos escuchado que nuestras enfermedades son una expresión de algo emocional, un
desequilibrio en partes más profundas, como son las emociones o las creencias.
Esas partes menos evidentes son el origen de muchas cosas que reflejamos a nivel físico. La
forma del cuerpo, las enfermedades, las defensas. Todo tiene un origen más sutil, que de pronto
ignoramos porque no es material. Nos enteramos hasta que ya llega a lo físico, pero antes no lo
conocemos ni lo percibimos.
Todo nace en nuestras creencias, decía Buda: «El universo se construye con nuestros
pensamientos, con ellos creamos el mundo.» Desde que somos una semillita en el vientre de
nuestra madre ya estamos construyendo esos pensamientos por medio de lo que percibimos
como agradable o desagradable. Nuestra madre nos comunica esas sensaciones mediante lo
que siente y percibe del entorno. Por eso la influencia de nuestros padres y su manera de ver la
vida es determinante: así iniciamos el camino a través de la mirada de ambos, y no sólo de
nuestra madre.
Tenemos una personalidad configurada por sistemas de creencias que se expresan por medio
de emociones que, a su vez, se manifiestan a través del cuerpo físico. Éstos trabajan como
capas en la personalidad, con un funcionamiento conectado pero independiente, por lo que
tenemos un mayor desarrollo a nivel emocional o mental, o más desarrollo emocional que físico.
Cada cuerpo tiene sus propias necesidades, funciones y fuerzas, sus propios terrenos
lastimados y heridos; juntos conforman la unidad que somos y trabajan por la evolución y el
crecimiento como seres vivos.
Función del cuerpo emocional
Para entender dónde se ubican las heridas de la infancia y cómo sanarlas es importante saber
cómo se forma, qué es y cómo se nutre el cuerpo emocional, presente en todas las capas de la
personalidad. Es una parte fundamental que expresamos desde los primeros momentos de vida.
Maduramos físicamente, incluso hoy estamos muy preocupados por estimular la inteligencia de
los niños, pero conocemos muy poco sobre madurez emocional.
Deberíamos cursar una materia que nos permita conocer, madurar y sanar el cuerpo emocional,
fuente de muchos problemas en la vida, ya que no sabemos cómo dirigirlo, nutrirlo, madurarlo,
qué necesita y cuáles son sus dolores.
Muchas veces, por muy claras que tengamos las cosas en nuestra mente, si en el cuerpo
emocional hay nudos de dolor, ellos determinan la realidad, sin importar qué tan claro lo
tengamos en nuestra mente. Por ejemplo: si quiero poner un negocio y tengo los conocimientos
y el dinero, pero en mis emociones domina el miedo por una fuerte creencia de que si fracaso
todos se burlarán de mí y me dejarán de querer, el miedo lo malogrará todo. Cuando esa
creencia y esa emoción toman fuerza, y no eres consciente de eso, puede tener tanto peso en
tu historia que se manifiesta por medio de un auto sabotaje o desánimo que intenta convencerte
de que, en realidad, no lo deseas.
Desde lo más básico, el cuerpo emocional es nuestra parte más instintiva, impulsiva, irracional,
simbiótica y sensorial. Busca satisfacer sus necesidades de manera un poco animal, casi desde
la supervivencia.
Cuando vemos a dos personas dándose de golpes o peleando por comida, actúa el yo
emocional, que es más arcaico. Sin embargo, el cuerpo emocional también expresa emociones
de belleza y amor muy sutiles; son más maduras y nos permiten conectarnos con la vida desde
la alegría y el placer. En todo hay una dualidad: una parte oscura, instintiva y burda, y un lado
luminoso, armonioso y sutil. Esto depende de nuestro nivel de madurez y desde dónde nos
manifestamos. Cuando vivimos desde el niño herido, nos sentimos enojados, celosos,
envidiosos, rencorosos, etcétera; y, en cambio, cuando nos expresamos con el verdadero yo,
somos generosos, amorosos, divertidos, empáticos.
El cuerpo emocional nos permite sentir dolor por lo que nos lastima, para movernos y cambiarlo
y, al mismo tiempo, nos ayuda a reconocer lo bello y lo valioso de la vida.
Nos permite reconocer qué nos hace bien y de qué debemos protegernos. Nos guía en el camino
de la vida y nos deja sentir lo bella y profunda que es. Si estamos junto a la persona que amamos
y nos sentimos uno con él o ella, vivimos ese sentimiento de amor mediante el cuerpo emocional;
y también un profundo dolor cuando nos sentimos traicionados.
Gracias al cuerpo emocional sentimos el poder del amor, el impacto de la música, lo
transformador de la belleza, la presencia de Dios y de lo sagrado en la vida; asimismo, las
emociones más instintivas, como los celos o la envidia, o las más sutiles, como la compasión y
el amor. Todas se alojan en el cuerpo emocional. Sin él, la vida sería plana, sin emotividad,
robotizada, puro deber, pura racionalidad.
El físico y las emociones maduran. Por ejemplo, un cuerpo maduro se refleja en la disciplina que
integra, en el equilibrio y salud; es un cuerpo con un sistema inmunológico fuerte y sano. Tiene
los nutrientes suficientes y funciona al servicio de la persona, no la persona al servicio del
cuerpo. Un cuerpo físico inmaduro o en desequilibrio demanda atención, quiere gobernar o está
enfermo. Por ejemplo, si lees y sientes hambre, ganas de ir al baño, sed, hambre o sueño, son
manifestaciones de un cuerpo físico que gobierna. O bien, si quieres ir al gimnasio en las
mañanas y no hay poder que te levante para realizar lo que tanto bien te hace, es como estar
anteun tirano interno al que no le gusta la disciplina, se siente dueño del auto cuando en realidad
es el chofer.
El cuerpo emocional también tiene su nivel de inmadurez, es demandante y a veces te hace
actuar como él quiere. Así, en este cuerpo se viven las emociones más sutiles o las más
dolorosas y martirizantes. Todo depende de su nivel de madurez. ¿Cómo madura el cuerpo
emocional? Empieza desde niño, ante el contacto, la expresión y el entendimiento de lo que
siente acompañado de los padres; eso le permitirá ganar terreno y manejar mejor esa parte de
sí.
Nutrientes del cuerpo emocional
Hay una base fundamental del cuerpo emocional, una especie de nutrientes básicos que
debemos recibir desde que estamos en el vientre de nuestra madre. Cuando no existen esos
nutrientes, sentimos un dolor de separación que afecta de manera significativa el cuerpo
emocional, y éste queda lastimado. Si esta herida se mantiene abierta, no le permitirá madurar
ni desarrollarse. Los nutrientes básicos del cuerpo emocional son: afecto, pertenencia y
estructura.
La simbiosis con la madre, el apego a la familia, la protección de los padres, el reconocimiento
de mi presencia y mis necesidades, las caricias, la estructura y los límites en mi entorno, todo
esto se resume de niño en pertenencia, afecto y estructura.
Desde que nacemos y, en particular, en los primeros siete años de vida, estas tareas de
desarrollo son fundamentales y básicas, aunque deben estar presentes durante toda la
formación de nuestra personalidad. En el adolescente, para que madure emocionalmente; en el
adulto, para lograr sus objetivos. Son las esencias de un cuerpo emocional sano a lo largo de
nuestra vida, pero sobre todo en la infancia. A veces, por circunstancias del momento en que
nacimos, por incapacidad de los padres o porque la vida no es perfecta, somos tan vulnerables
en nuestra primera infancia, que fácilmente podemos sentirnos abandonados, rechazados. Este
dolor es muy profundo para cualquier niño, más aún si se convierte en una constante por largo
tiempo.
Muchas veces nacemos en circunstancias complejas. Recuerdo a una paciente que, cuando
nació, su mamá pasaba por el duelo de la muerte de su madre, la abuela de mi paciente. Su
madre no podía darle atención y apego, sólo estaba deprimida, lo único que podía dar era dolor.
Esto duró el primer año de su vida, después su mamá se recuperó y quiso compensar su culpa
con sobreprotección. Mi paciente lo único que recordaba era que tuvo una infancia súper feliz,
que sus papás le daban todo y no entendía de dónde venían esas etapas en que se deprimía,
sentía mucho miedo a madurar y ser adulta.
Durante la terapia, vimos que todo ese primer año de vida sintió mucho miedo, soledad e
incertidumbre y, más tarde, su mamá la sobreprotegió. Esto le generó miedo profundo a crecer,
tristeza interna y falta de seguridad en su propia capacidad para defenderse y madurar.
Ella tenía casi cuarenta años y su mamá seguía sobreprotegiéndola y tratándola como niña. Con
este ejemplo se puede entender cómo las heridas de la infancia no siempre tienen que ver con
falta de amor. Creo que la mayoría de las veces se relacionan con la ignorancia de los padres,
su incapacidad y falta de conciencia sobre la vulnerabilidad de un niño y lo que necesita.
El dolor de la falta de afecto, pertenencia y estructura, deja una herida que no permite al cuerpo
emocional desarrollarse plenamente. Es como una herida en el cuerpo físico.
Imagínate que cuando eres niño te rompes un dedo y nadie se da cuenta; el dedo crece chueco,
sigue su proceso pero nunca del modo en que iba a crecer. Ese dedo perderá capacidades y, a
la larga, dará problemas. Así sucede con las heridas de abandono o rechazo en un niño; si no
sanan, no le permitirán desarrollar al pequeño autoestima, autoconfianza, amor y respeto para
sí. Es como si aprendieras a odiarte antes que amarte, eso ya creció chueco.
El afecto
Se expresa por medio de ternura, empatía y amor, con caricias, miradas y cercanía física;
pensamientos de aceptación y respeto profundo por el otro. Cuando una madre o un padre
sienten afecto por su hijo, lo expresan con sus ojos, sus actos, su cuerpo, el reconocimiento de
sus necesidades, al alimentarlo y darle la seguridad que necesita. No sólo es proveer, eso lo
hace cualquier cuidadora, sino dar con amor; es un lenguaje muy energético y un sentimiento
de aceptación e intimidad.
El impacto del afecto se ve claramente en un padre que disciplina a su hijo desde el rechazo o
desde el afecto; el mensaje que recibirán será muy diferente; aunque ambos hablen de sacar
buenas calificaciones, el impacto energético será distinto. Incluso ambos pueden hablar
molestos y serios, pero cuando hay afecto sincero, éste se refleja y cuando hay rechazo,
también. No importan los cómo, sino los dónde, porque el dónde es lo que termina por
escucharse.
Lo antagónico al afecto podría ser el rechazo. El afecto te vincula y acerca, el rechazo te aleja y
separa. Un padre que rechaza a su hijo, que no lo quiere en su vida, que le estorba, que lamenta
su nacimiento, transmite ese sentimiento que el niño interiorizará y convertirá en odio a sí mismo.
Si esa herida permanece, será una persona autodestructiva, que rechaza su capacidad para
salir adelante y se odia profundamente. El sentimiento de rechazo de un padre es el peor veneno
para un hijo, ya que con el paso del tiempo el hijo lo sentirá y actuará de modo autodestructivo
mediante el alcohol o las drogas, o pensará en el suicidio, etcétera.
La pertenencia
Todos necesitamos sentirnos parte de algo: de una familia, de una sociedad, de un país. Es una
necesidad humana básica. Hasta el más solitario necesita ser parte de algo (como una tribu
urbana) o busca pertenecer mediante la música o una corriente de pensamiento. Pertenencia es
compartir una identidad o las mismas raíces. Una persona con pertenencia desarrolla un sano
orgullo y visión colectiva. La desarrollamos por medio de la presencia constante y predecible de
nuestros padres. Del orgullo que dan los abuelos, los padres, la nación. Y en el nivel básico, el
hogar, la habitación, la familia, los amigos. Todo genera un lazo de unidad con lo externo.
Un niño que no tiene claro quiénes son sus padres o abuelos ni con quién vive, si siente rechazo
de su familia o le avergüenza su madre, se siente separado, solo, como extraterrestre en el
mundo. Esto es muy doloroso para una persona. El desarraigo es la peor soledad interna porque
inhabilita para crear una familia, trabajar en comunidad, sentir amor por los otros y por la vida.
Es importante que la persona sin pertenencia trabaje sus lazos familiares y recupere la herencia
positiva de su grupo. Siempre hay una herencia positiva en las familias, así como motivos de
orgullo y aprendizaje, sólo que, a veces, están ocultos y deben sacarse a la luz.
Estructura
En la familia la estructura y los límites constituyen el orden básico para la personalidad del niño.
Tanto como los horarios y las disciplinas, el desarrollo de la propia independencia e identidad.
Desde muy pequeños, los límites ayudan a reconocer qué se permite y qué no, ciertas reglas,
orden respeto por algunas cosas. Cuando aprendemos esto en casa, lo llevamos a la vida. Eso
nos da seguridad y orden. Por ejemplo, si estás en lugares o instituciones donde sabes que hay
reglas y límites claros que todos respetan, eso te da confianza, no tienes que estar a la defensiva
o protegiéndote de todos. Sabes que hay autoridad y, por lo tanto, estás protegido. Las reglas
son importantes y hay que seguirlas. Empiezan con la disciplina y autoridad de los padres. Su
ausencia desestructura la personalidad de un niño. La falta de reglas, o el exceso de ellas,
genera enojo hacia la autoridad y cuando la persona no sabe seguirlas puede convertirse en un
sociópata que quiere que todo se haga con base en sus reglas.
Si una persona carece de límites, no tendrá capacidad para empezar y terminar lo que se
propone, no sabrá hacer crecer lo que emprende.
Por ejemplo, alguien puede tener un buen proyecto y lo inicia, pero con el tiempo lo abandona
porque su personalidad carece de estructura, de constancia y permanencia. El abandono en la
infancia impide el desarrollo de esta estructura y genera individuos sin autoridad interna y
externa. Los padres que no ponen límites fomentan ese abandono y, en consecuencia, sus hijos
poseerán una personalidad sin respeto por los demás, la vida o su persona.
afecto sin límites, igual a perdedor
límites sin afecto, igual a tirano
afecto y límites sin pertenencia, éxito sin amor por lo colectivo
La vergüenza y la falsa personalidad
Cuando somos niños y no tenemos afecto ni sentido de pertenencia y estructura básica, nos
sentimos abandonados y rechazados. El dolor de estas heridas se traduce en vergüenza,
sentimiento de falta de amor por la persona que soy; sentirse inadecuado e inseguro. Este
sentimiento interno hace sentir que algo en mí está mal y me rechazo.
Un niño piensa: “Seguro mis padres no me abrazan porque algo está mal en mí.” “No soy una
persona valiosa porque mi padre no quiere verme.” “No soy importante por eso mi mamá no
quiere jugar conmigo.” Esta vergüenza va directo al ser del niño, al: yo no soy valioso, soy un
error, entonces el niño empieza a sentirse ansioso por miedo a no ser visto.
El contacto de los padres es muy necesario, así que el niño se vale de sus recursos para
obtenerlo. Desde la angustia del abandono o el rechazo, empieza a actuar de diferentes modos
para llamar la atención de sus padres; manifiesta formas de ser y actuar que sacrifican al
verdadero yo en un intento de ganar valor y llenar las necesidades de contacto. A veces actúa
como adulto, se enferma, se muestra rebelde.
Como niños, medimos la reacción de los padres ante ciertos comportamientos y verificamos si
funcionan o no. A veces un regaño, golpes, un grito, dan al niño la garantía de ser visto, lo cual,
aunque suene raro, es mejor que el vacío y ser ignorado.
Ausencia de vínculo = sentimiento de vergüenza, adopción de una falsa personalidad
Imaginemos a Óscar, cuyos padres siempre están ocupados en sus propios asuntos. Su madre,
siempre enojada con la vida porque no quería tener hijos ni casarse y sumida en una depresión
crónica que no le permite ver a nadie ni estar presente de ninguna manera constructiva.
Su padre, para evadir la falta de aceptación de su mujer, sus quejas y padecimientos, siempre
trabajando o viendo el televisor. Óscar necesita a sus padres, su ausencia y falta de contacto lo
hacen sentir abandonado. Empieza a angustiarse. Hace algunos intentos, pero no dan resultado
y esto daña seriamente su autoestima. Óscar no sabe que sus padres no tienen la capacidad de
atenderlo, que están inmersos en sus carencias, no se dan cuenta de que él los necesita. El
pequeño Óscar siente que el problema está en él. Aprende a mirarse en un espejo roto.
Los padres, por medio de su afecto, su tiempo, su presencia, nos dan un luminoso espejo que
nos hace mirarnos valiosos y merecedores.
Y cuando están ausentes, el espejo donde nos miramos se rompe. Para un niño, no ser visto
por sus padres y la ausencia de seguridad, afecto y protección, son como estar en peligro de
muerte. Es un tema de sobrevivencia. El vacío y la ausencia de los padres provocan una enorme
angustia en el hijo, pues no tiene recursos de ningún tipo para salir adelante solo. De manera
que intenta todo para que sus padres lo vean, aunque sea sacrificándose. Óscar empieza a
pelearse en la escuela, a sacar malas calificaciones, a ser rebelde con sus padres. Su madre se
queja todo el tiempo de él y su padre deja de ver la tele para golpearlo; su madre empieza a
supervisar sus tareas, los dos empiezan a mirarse para hablar de su mala conducta. Óscar lo
ha logrado, encontró una forma de ser visto, sacrificándose y convirtiéndose en un problema.
De esta manera Óscar busca afecto el resto de su vida.
Siempre elegimos, incluso cuando somos niños, con base en nuestro temperamento, un recurso
con el que cada uno viene a esta vida y nos permite reaccionar de una u otra forma. Por eso en
una familia con tres hermanos que presencian la misma discusión de sus padres, cada uno toma
decisiones diferentes aunque la realidad sea la misma. Uno decide salir de la habitación, otro
entrar a la discusión y el otro seguir viendo la televisión.
Las decisiones que tomamos suelen ser de tres tipos: rescatar, evadir y llamar la atención.
Cuando elegimos rescatar, nos convertimos en los padres de nuestros padres. Desde nuestra
intuición y sabiduría de niños, sabemos qué hacer, nos vamos convirtiendo en consejeros, paño
de lágrimas, aliados del padre o la madre, buscamos cariño y aceptación, nos sacrificamos por
ellos, haciendo todo para complacerlos.
Imaginemos una madre que siempre se queja por la ausencia de su esposo. Llora frente a su
hijo y dice que se siente sola, que su esposo nunca la apoya y no cuenta con él. El niño que
elige rescatar, genera apoyo hacia ella y, en vez de jugar con sus hermanos, la acompaña; no
se porta mal para que ella no se ponga triste y quizá hasta desea sustituir a su padre, actuando
como adulto para llenar la necesidad de su madre. El niño necesita llenar su necesidad de
contacto con su madre, sin embargo así se sacrifica y abandona sus necesidades para cubrir
las de su madre, con la esperanza de que ella vea que la necesita.
Rescatar
Cuando elegimos rescatar a nuestros padres, sacrificamos nuestras necesidades por las de
ellos. Crecemos con la angustia de que ellos estén bien y nada les pase. Recuerdo que desde
pequeña elegí no ser una carga para mi mamá. Éramos seis hermanos y ella estaba sola. Yo
elegí pasar inadvertida y no necesitar nada para que ella no tuviera un problema más. Cuando
cumplí quince años, mi papá me regaló dinero. Sin pensarlo, compré una sala para mi casa e
invertí en ropa para vender y así tener dinero para ayudar a mi madre. Crecí anulando todo el
tiempo mis necesidades y haciendo cosas que, en realidad, nunca llenaban mi vacío. Aprender
a validar lo que necesito, expresarlo y permitirme recibir, ha sido importante para sentir amor y
respeto por mí.
Rescatar se convierte en una compulsión y una manera de evadir las propias necesidades. Ésa
es la esencia de la codependencia: una forma de desplazarse por otros. Primero, por los padres
y después por la pareja, y si la humanidad entera lo permite, por qué no, todo con tal de ser
vista, reconocida, aceptada por todos, excepto por ti. Te condenas, como persona a ser esclava
del rescate, ya que nunca llenas tu cuerpo emocional herido. La única manera de repararlo es
que ese reconocimiento, esa relación con tu vulnerabilidad, ese respeto y amor por quien eres,
venga de ti para ti; que vuelvas a ti y cures las viejas heridas de tu cuerpo emocional para recibir
de ti y de los otros el amor que sí cura.
Rescatas a la niña que fuiste proyectando en tus padres o en uno de ellos en tus relaciones
actuales de manera inconsciente; esperas que algún día ese padre o esa madre imaginarios
estén completos para ti. Ésa es la fantasía del niño interno.
Evadir
Cuando elegimos evadir, nos vamos a un mundo paralelo, buscamos algún medio para no sentir
lo que pasa con nuestros padres, negamos el dolor y el conflicto que nos provoca. Cuando
evadimos, nos anestesiamos emocionalmente, nos sentimos ajenos a la situación, perdemos
identificación con esa familia, lo que genera falta de pertenencia a todo. Como una soledad
crónica, en la que no soy parte de nada.
Podemos evadirnos mediante el estudio, los videojuegos, las drogas, la música, las fiestas, los
amigos, etcétera. Hay muchas formas de lograrlo y dejar de sentir esa ausencia tan dolorosa.
Esta decisión la tomamos para sobrevivir, pero tampoco llenará nuestras necesidades de
contacto. Es algo que elegimos para sobrevivir, nos hacemos solitarios, arrogantes, exitosos,
pero con poca capacidad de intimidad.
De niño puedes evadirte en los videojuegos, en la música, ir a tu propio mundo. Recuerdo a una
paciente que sus padres la encerraban en el ropero cuando se portaba mal. Para evadir el miedo
y el dolor de semejante castigo, se contaba historias para alejarse de la realidad hasta quedarse
dormida. Hoy parece vivir siempre en sus fantasías, le cuesta poner atención. Cuando vive algo
que no le agrada, simplemente se desconecta. Eso que la salvó en la infancia hoy la incapacita
para la vida. Es como si se metiera al ropero aquí y ahora.
Llamar la atención
Para un niño es otro recurso. Llamar la atención busca satisfacer la necesidad de contacto. En
psicoterapia lo llamamos el chivo expiatorio o el paciente identificado, que actúa el problema de
la familia. Parece que es quien tiene el problema de mala conducta en la escuela, o de drogas,
cuando en realidad manifiesta el problema familiar que no le permite llenar sus necesidades
afectivas. Llamamos la atención siendo rebeldes, enfermándonos, lastimándonos con el alcohol
o las drogas, de manera destructiva, pero también siendo perfeccionistas, muy maduros,
sacando buenas calificaciones. Haciendo cosas que no corresponden a nuestra edad. Hay
muchas formas de gritar y decir:
¡Véanme, aquí estoy!
Recuerdo a Gabriel, un niño que hacía preciosos modelos en plastilina. Su mamá estaba
enferma de victimismo y queja, se la pasaba hablando mal de su esposo y de todo el mundo,
como una mujer que nadie valoraba y de la que todos abusaban. No entiendo cómo padres así
pueden tener hijos tan buenos como el pequeño Gabriel, que era dulce y cariñoso. Cuando
modelaba en plastilina lograba que su mamá dejara de quejarse y hablara con todo mundo de
lo bien que lo hacía, de lo orgullosa que estaba de él. Gabriel encontró una forma de que su
mamá fuera “feliz”.
La pregunta es: ¿él disfrutaba modelando o lo hacía como sacrificio? No lo sé, pero así llamó la
atención de su madre, la hizo feliz temporalmente, aunque fuera el inicio de una serie de
sacrificios para intentar satisfacer a una mamá que no sabe cómo se vive.
Llamar la atención es un recurso de contacto. Podemos hacerlo mediante caricias negativas.
Muchas veces, el problema no está en el niño que golpea a sus amigos, o el adolescente que
se corta el brazo, o la hija que se droga, ellos son el reflejo de un problema de contacto más
profundo que tiene la familia. El recurso que los niños o jóvenes encuentran es llamar la atención.
Recuerdo a un paciente que tenía problemas de alcohol. Cuando su hijo de doce años empezó
a tomar, él dejo de hacerlo y lo buscó. ¿Cuántos niños-problema buscan afecto, límites,
pertenencia?
Las decisiones que tomamos llenan nuestras necesidades afectivas, hacen algo para
compensar lo que está mal en nosotros. Es lo que podemos hacer como niños y se convierte en
una forma de identidad.
“Yo soy el mediador de mis padres.” “Yo soy quien complace a mi madre para que sea feliz.” “Yo
soy el hijo-problema.” Se crea una identidad en la que se olvida quién es la persona en realidad.
Esto funciona cuando eres niño de cuatro, seis u ocho años, porque son los únicos recursos que
posees. El problema es que crecemos con la idea de que es la única manera de “llenar” nuestras
necesidades.
Ahora eres un adulto, hay cientos de posibilidades más, pero no las conoces y aún utilizas los
recursos que le sirvieron al niño que fuiste, porque estás completamente identificado con ese
rol. Hay otros recursos que en verdad pueden llenar tus necesidades de afecto y contacto.
El mayor problema es olvidar lo que necesitas y quién eres en realidad, sin esos recursos de
evasión, rescate o para llamar la atención.
Por eso, hoy que eres adulto te sientes un adulto-niño, porque hay heridas profundas que, de
pronto, ponen tu niño a flor de piel y no te permiten sentirte amado, merecedor, valioso y en paz
con quien eres, tal cual eres.
Las heridas de la infancia son esas ausencias de afecto y contacto que tanto te faltaron y se
quedaron como necesidades no resueltas para completar un ciclo de desarrollo del cuerpo
emocional.
Quizá nunca pudiste saciar esas necesidades cuando eras niño y las decisiones de
supervivencia fueron alejando, cubriendo y acorazando ese verdadero yo.
También una herida de la infancia es sentir el vacío afectivo de los padres, el miedo de no
pertenecer a algo o alguien, la carencia de vínculos con padres limitados e ignorantes. Hay
padres-niños que no tenían la capacidad de dar, sino la necesidad de recibir, de demandar.
Todos los hábitos que desarrollamos para sobrevivir, como el control por medio del rescate, la
evasión, el victimismo, el perfeccionismo, etcétera, se van convirtiendo en hábitos compulsivos
con vida propia, porque por medio de ellos encontramos un satisfactor falso y temporal. Por
ejemplo, la niña que es ignorada por sus padres y se da cuenta de que cuando se enferma su
madre deja de ir al trabajo para cuidarla.
Ella sabe que para ser vista debe estar enferma. Esto se convierte en un sistema involuntario,
donde cada vez que siente su tanque afectivo vacío, su cuerpo se enferma. Obviamente esto no
es consciente ni provocado por ella, es una manera inconsciente de responder ante una realidad
que, en otro momento, encontró un satisfactor y ahora no sabe cómo llenar de otro modo.
Las heridas emocionales de la infancia marcan de manera significativa nuestra vida, ya que
estamos en una etapa fundamental del desarrollo de nuestra personalidad. A lo largo de nuestra
vida todos vivimos heridas secundarias. Vivimos experiencias que nos lastiman o decepcionan,
pero no dañan tanto nuestra personalidad; tenemos más autonomía y capacidad de sanar para
aprender a liberar ese dolor y crecer. Cuando somos heridos, tomamos decisiones, y estas
decisiones cambian nuestra manera de estar en el mundo.
El dolor es un gran motor evolutivo que permite transformarnos si lo vivimos con espíritu adulto
y capacidad de responsabilidad. Cuando somos niños esto es imposible. Por ello, sanar tus
heridas de la infancia hoy te permitirá crecer y madurar el cuerpo emocional, el yo-niño interior
que busca lo que tanto le faltó.
¿Cuáles son tus necesidades afectivas no resueltas en la infancia? Para resumir, el cuerpo
emocional es una realidad interior que se expresa por medio del cuerpo físico, y necesita
nutrientes como afecto, pertenencia y estructura o límites.
Todos tenemos –y necesitamos– un cuerpo emocional. Debemos hacernos conscientes de él y
de sus verdaderas necesidades y madurarlo. Esta comunicación con nuestro cuerpo emocional
la logramos por medio del físico y las sensaciones. Las enfermedades y los síntomas que
expresa el físico también son formas de comunicación del cuerpo emocional. Si tenemos mayor
contacto con nuestro cuerpo físico, veremos qué nos comunica a través de él. Esto nos permitirá
habitarnos.
¿Qué te dice tu cuerpo emocional con ese dolor de estómago, esa gastritis, esas contracturas?
Aprender a conocer, sanar y llenar nuestro cuerpo emocional nos permitirá controlarlo, tener una
mayor congruencia con lo que nuestro cuerpo mental adulto necesita.
Casi siempre quien nos pone el pie o nos sabotea es el niño herido, irracional, impulsivo,
berrinchudo, que es un yo niño con poder de gobernar nuestras decisiones más importantes
porque está en la inconsciencia, sigue abandonado. Eso lo hace tener el control y expresarse
desde el dolor.
Éste es tu camino de crecimiento, ir por el niño o la niña que fuiste y empezar a ser una buena
madre o un buen padre para que esos nutrientes que tanto faltaron te permitan crecer en todo
lo bueno que eres.
Muchos de ustedes saben perfectamente lo que necesitan, pero ante la circunstancia, el niño
interno o el adolescente interior se maneja desde sus visiones y defensas, casi siempre basadas
en el miedo, en la defensa o en lo conocido. Y te quedas lleno de frustración porque no puedes
aplicar lo que ya te quedó clarísimo desde hace tiempo en tu yo adulto, pues no tenemos un
control o un liderazgo del yo emocional. Y no me refiero a un control tirano, como un padre
autoritario que somete a su hijo para hacer lo que tiene que hacer, sino desde el amor y la
capacidad de escucharnos. Muchos hacen todo el tiempo lo que saben que es correcto y el
cuerpo emocional obedece. Son tan autocríticos, rígidos y autoexigentes que tienen bien
controlado al yo niño, pero cuando menos se dan cuenta, el adolescente se les escapa y tiene
actitudes autoboicoteadoras o con sentimientos de vacío e insatisfacción constantes.
Cuando te comportas como tirano, sabes hacer todo lo correcto, lo que se debe, pero sin sentir
felicidad. No se trata de controlarnos por medio de la autoridad sino por amor. Conociendo,
aceptando, escuchando y dirigiendo esa parte de ti como un padre interno amoroso y no como
un padre interno autoritario que niega las verdaderas necesidades.
Cuando ganamos liderazgo sobre nosotros desde el amor y el respeto, las partes en nosotros
nos obedecen y cooperan con lo que elegimos, porque eres una persona que no las ignora,
maltrata ni pasa por alto sus necesidades. Confían en ti porque las ves, las escuchas y respetas.
Gobernarnos siempre es de las tareas más difíciles, pero como todo buen líder, si ignoras a
alguien de tu equipo, al final hará que algo no funcione. Somos complejos, tenemos varios
sistemas que nos conforman, todos son nuestro equipo; hay que aprender a conocerlos y llenar
sus necesidades, entonces podrás vivir la congruencia en el pensar, decir, sentir y hacer.
Cuando sanamos la parte herida del cuerpo emocional, liberamos al niño y al adolescente
poderoso que subyacen. Todos tenemos una parte del niño libre y la fuerza del adolescente
idealista que fuimos, esas partes son el verdadero yo.
El yo libre que no encontró cómo ser él mismo y expresarse.
El verdadero tú es muy distinto a lo que conoces de ti mismo, puede ser alguien lleno de vida,
alegría y creatividad desde la libertad. Cuando sanamos la parte herida del cuerpo emocional,
expresamos, sentimos y observamos un yo más libre y espontáneo en nosotros, nos sentimos
más contentos, nos gusta más cómo somos y podemos cantar en un karaoke con mayor
autoestima y libertad que cuando estábamos heridos y llenos de vergüenza.
Liberar el dolor libera al verdadero tú que tanta falta te hace para sentirte pleno. Es como si
volviera la paz a tu vida, como si la vida dejara de amenazar, como si recuperaras una parte
sólida de ti, que te hace sentir confiado para vivir sin la angustia de llamar la atención, vivir con
fuerza para protegerte, ganar respeto, ser valorado. Superar esa enorme angustia del niño
herido que vive en ti.
Todo lo que tiene vida está en evolución, todo lo que tiene energía está en movimiento. Un
movimiento hacía la evolución, la madurez y el crecimiento. Los seres humanos somos parte de
ese movimiento. Las heridas emocionales nos ponen en movimiento, son un detonador de
crecimiento y sanación, no son un error de nuestra infancia, de nuestros padres. Son muchas
veces una cadena de dolor que vivimos por generaciones y que, por falta de consciencia, no
sabemos cómo dirigir y apoyar el cambio y la sanación. Nos enojamos con nuestras heridas,
con nuestros padres, nos sentimos víctimas de la vida porque creemos que todos tuvieron lo
que nosotros no y ese afecto, esa protección que nuestros padres no nos dieron, en realidad es
parte de una cadena de dolor. No entendemos que nuestros padres tampoco tuvieron afecto y
protección y no dieron lo que no tenían; que, en realidad, no existe el malo en esta historia, y si
lo hubiera se llamaría ignorancia. Ésta nos urge a despertar y asumir que si no elegimos sanar
nuestras heridas y aprender de ellas, seguiremos viviendo en cadenas de ignorancia y dolor
interminables.
Si dejamos de identificarnos con nuestros dolores, carencias y máscaras, veríamos un poco más
allá y entenderíamos que somos almas aprendiendo una lección. Lecciones como perdón,
autovaloración, confianza, límites, respeto, etcétera. Muchas las aprendemos por medio del
dolor, y las heridas de la infancia se vinculan con nuestras lecciones de vida y lo que venimos a
aprender a esta vida que nunca se equivoca. Para concluir este capítulo te pido que reflexiones
sobre estos tres puntos:
1. ¿Cuáles son las lecciones que la vida te pide aprender?
2. ¿Crees que la vida espera algo de ti?
3. ¿Tiene algún sentido el dolor que vives?