En el sistema educativo no se enseña a mirar, sino a repetir. El niño llega con ojos llenos de preguntas, con un corazón abierto al asombro, pero pronto aprende que no importa lo que siente, sino lo que debe memorizar. Se le premia por obedecer, no por entender. Se le castiga por dudar, no por ignorar. En este teatro de uniformes y campanas, el ser humano se convierte en un engranaje más del sistema: útil, funcional, predecible.
El maestro, muchas veces sin quererlo, se transforma en guardián de la jaula. No por maldad, sino porque también le enseñaron que las alas solo son metáforas bonitas, y que el vuelo no paga facturas. El aula es un campo de adiestramiento, donde los niños son soldados que aprenden a marchar al ritmo de los intereses del mercado, a responder exámenes que no preguntan por su alma, a medir su éxito con la vara de otros.
Aquí no se enseña a sentir, a escucharse, a vivir. No se les dice que son mucho más que un número, que no hay diploma que certifique la inmensidad de su ser. Nadie les habla del arte de fracasar, del valor de cuestionar el mundo, del gozo de simplemente ser. En cambio, se les prepara para un mundo de jaulas invisibles, donde las preguntas más importantes—¿quién soy? ¿qué quiero? ¿por qué estoy aquí?—son relegadas al olvido.
El sistema educativo no educa, adiestra. No libera, domestica. No ilumina, oscurece. ¿Y quién puede crecer en un lugar donde la vida misma está ausente?
Nos enseñaron a ver al maestro como faro, cuando el verdadero faro está dentro. Nos enseñaron a competir con nuestros hermanos, cuando la vida no es una carrera, sino una danza. Nos enseñaron a tener miedo de equivocarnos, cuando en cada error hay una puerta hacia la verdad.
Quizás, un día, las aulas se derrumben y en su lugar broten espacios de libertad. Quizás aprendamos que educar no es llenar cabezas, sino encender corazones. Y entonces, quizás, el ser humano recuerde lo que siempre supo: que aprender es simplemente vivir.