La
democracia liberal separa la concentración del poder (la del monarca
absolutista) en poderes independientes. El presidente republicano, por lo menos
en la teoría, ya no tiene potestad judicial ni parlamentaria. La
descentralización administrativa le quitó hegemonía sobre las regiones. El
Ejército quedó fuera del poder político porque las noblezas eran grados
militares y las monarquías eran, por tanto, gobiernos militares. Por eso, la
democracia es un sistema civil y el presidente, aunque sea capitán general de
las fuerzas armadas —según las constituciones modernas—, detenta un puesto
civil.
En
el mundo real, sabemos que muchos presidentes elegidos democráticamente han
tramado el apoyo incondicional de las fuerzas armadas. A la semana de haber
sido elegido, Evo Morales sacó a tres generaciones del alto generalato para que
los recientemente ascendidos estuvieran en deuda con él y así pueda
controlarlos. Lo mismo hizo Hugo Chávez en Venezuela. Hace pocos días, el
presidente de Colombia, Juan Manuel Santos, —luego del sainete con las FARC en
La Habana— cambió las cúpulas de las tres fuerzas… ¿Para qué? Aceptemos: en
toda promoción no institucional de ascensos en las fuerzas armadas hay un
propósito absolutista. El arte del análisis es descubrir cuál es el objetivo de
ese presidente.
En
los casos de Morales y Chávez, fue para que no se inmiscuyeran mientras desmontaban
la sociedad existente y mientras concentraban los poderes judicial,
parlamentario y electoral. Luego convirtieron al Ejército en socio usando la
pareja clásica: corrupción y extorsión. La pregunta que queda en el tintero es:
en tu país, ¿hacia dónde apunta tu presidente al amañar los ascensos militares?
Corren las apuestas.
Por Juan Claudio Lechin Weise
Por Juan Claudio Lechin Weise