Teoría e historia
Quisiera mostrarles, en un plano de abstracción superior, de qué modo la teoría
resulta imprescindible para interpretar correctamente la historia. La Historia
-la secuencia de acontecimientos que se desenvuelven en el tiempo-
es «ciega». Nada nos dice sobre las causas y los efectos.
Podríamos estar de acuerdo, por ejemplo, en que la Europa
feudal era pobre, la
Europa monárquica era más rica
y la democrática lo es aún más. Ahora bien, ¿quiere
ello decir que Europa era pobre a causa del feudalismo y que se enriqueció a causa de la monarquía
y la democracia o, más bien,
que Europa se enriqueció
a pesar de
estas formas de gobierno?
Los historiadores cual historiadores no pueden
responder a este tipo de interrogantes y no hay datos estadísticos, por muchos que estos sean, capaces de alterar este hecho. Toda secuencia de acontecimientos resulta compatible con un número
indeterminado de interpretaciones rivales y mutuamente incompatibles.
Para decidirnos por una de esas interpretaciones incompatibles necesitamos, en rigor, una teoría.
Por teoría entiendo yo una proposición cuya validez no depende
de la experiencia ulterior, sino que puede ser establecida a priori.
Ello no quiere
decir que cualquiera sin una experiencia general
pueda establecer una proposición teorética. Ahora bien, incluso si la experiencia es necesaria, la visión teórica
se extiende, trascendiéndola, más allá de la experiencia histórica particular. Las proposiciones teóricas tienen que ver con hechos y relaciones necesarios y, por consecuencia, con ciertas
imposibilidades. La experiencia puede ilustrar
la teoría, pero
nunca la experiencia histórica podrá establecer o refutar un teorema.
La Escuela Austriaca
La teoría económica y política,
sobre todo la desarrollada por la escuela
austriaca, es un verdadero tesoro de proposiciones de este tipo. Por ejemplo, que una mayor cantidad de un bien resulta
preferible a una cantidad
menor de ese mismo bien; que la producción necesariamente precede al consumo; que sin propiedad privada de los factores de la producción no se puede conocer el precio de los factores y que sin el precio de los factores
es imposible la contabilidad de costes; que un incremente en la oferta de papel moneda no puede hacer que aumente la riqueza social total, sino únicamente redistribuir la riqueza existente; que ninguna cosa o parte de ella puede ser poseída
exclusivamente por más de una persona al mismo tiempo; que la democracia, en el sentido del gobierno
de la mayoría, y la propiedad
privada son incompatibles.
La teoría, evidentemente, no es un sustituto
de la historia, pero sin un firme asidero
teórico no se podrán evitar graves errores en la interpretación de los datos históricos.
Revisionismo histórico
Pertrechado con una teoría económica y política fundamental, presentaré a continuación una reconstrucción revisionista de la moderna
historia occidental: del auge de los Estados absolutistas a partir de los órdenes
feudales aestatales; de la transformación de los Estados monárquicos en Estados democráticos, proceso inaugurado en el mundo occidental por la Revolución francesa y concluido
al final de la Gran guerra; del ascenso
de los Estados Unidos al rango de «imperio universal». Los escritores neoconservadores como Francis Fukuyama suelen interpretar este desarrollo como un progreso
de la civilización, proclamando que, con el triunfo de la democracia occidental (al modo norteamericano) y su globalización (para hacer el mundo más seguro
para la democracia), ha llegado
el «fin de la Historia».
Primer
mito
Mi interpretación teórica es radicalmente distinta. Ello implica la demolición de tres mitos históricos.
El primero y más importante es el mito de que el desenvolvimiento de los Estados a partir de un orden anterior no estatal
ha determinado el progreso económico y de la civilización. En realidad,
la teoría dictamina que el progreso tiene lugar a pesar -no a causa- de la fundación del Estado.
Un Estado se define convencionalmente como una agencia que ejerce el monopolio territorial compulsivo de la decisión soberana (jurisdicción) y la imposición fiscal. Por
definición, todo Estado,
con independencia de su
constitución, resulta ser económica y éticamente deficiente. Todo monopolista es «perverso» desde el punto de vista de los consumidores. Por monopolio se entiende
la ausencia de entrada libre
en un sector concreto de
la producción:
sólo una agencia,
A, puede producir
X.
Todo monopolio es «malo» para los consumidores, pues al estar blindado
contra la incorporación de potenciales rivales en un sector, el precio de sus productos será más elevado
y la calidad
más baja que si el derecho de entrada fuese libre. Así pues, un monopolista del poder soberano será todavía
más perverso. Mientras que otros monopolistas producen
bienes de inferior categoría, un poder jurisdiccional monopolista, además, producirá males, pues quien decide en última instancia en caso de conflicto tiene también la última palabra en todo conflicto
que le afecta. Consecuentemente, a pesar de la prevención y resolución de conflicto, un monopolista de la última instancia de la decisión causará y provocará
conflictos precisamente
para establecer el monopolio en su propio beneficio.
No se trata sólo de que nadie querría
aceptar semejante monopolio jurisdiccional, sino que nadie, en ningún caso, estaría de acuerdo con una provisión
de decisiones jurisdiccionales que permitiera al juez determinar unilateralmente el precio
que debe pagarse por ese «servicio». Previsiblemente, semejante monopolista destinaría cada vez más recursos (procedentes de la imposición sobre las rentas) para producir cada vez menos bienes y cometer
cada vez más infamias. Esta asignación de recursos
no atendería a la protección de los ciudadanos, sino a su opresión y explotación.
La resultante del Estado no es, pues, la cooperación pacífica y el orden social,
sino el conflicto, la provocación, la agresión, la opresión,
la depauperación, en suma, la descivilización. Sobre lo cual, después
de todo, nos ilustra la historia
de los Estados,
que no es otra cosa que la historia de los millones de
víctimas inocentes del Estado.
Segundo mito
El segundo mito se refiere
a la transición histórica de las monarquías absolutas a los Estados
democráticos. No son únicamente los neoconservadores los que interpretan esta mutación
como un progreso,
pues existe un acuerdo
cuasi universal en reconocer
que la democracia representa, frente a la monarquía, un avance y
que es la causa
del progreso económico y moral.
La teoría contradice esta interpretación, pues si bien todo Estado, sea monárquico o democrático, es deficiente, la democracia es mucho peor que la monarquía.
En términos teóricos, la transición de la monarquía a la democracia implica nada más y nada menos que el «propietario» de un monopolio
hereditario -príncipe o rey- es sustituido por el monopolio
de los «custodios» o representantes democráticos (caretakers) -presidentes, jefes de gobierno y parlamentarios, todos ellos temporales e intercambiables-. Tanto los reyes como los presidentes producen males, pero como quiera
que
un rey es el «propietario» de un monopolio que puede vender o legar, se ocupará de las repercusiones de sus acciones
sobre el valor de su capital.
Como propietario del capital
de «su» territorio,
el rey, comparado con los curadores
democráticos, estará orientado al futuro (baja preferencia temporal). Para preservar o aumentar
el valor de su propiedad, el rey explotará moderada y calculadamente su patrimonio. Por el contrario, un representante democrático provisional e intercambiable no es el propietario del país, pero mientras
se desempeñe en su cargo podrá usarlo en su propio beneficio. De este modo se dedicará a una explotación a corto plazo del mismo (elevada
preferencia temporal), realizada sin tener en cuenta
el valor del capital.
Tampoco parece que sea una ventaja de la democracia el hecho de que en estos regímenes exista el derecho de entrada libre al gobierno
(mientras que bajo la monarquía la entrada queda sometida a la discrecionalidad del rey). Al contrario, únicamente la competencia en la producción de bienes es una cosa buena. La competencia en la producción de males no es buena; de hecho se trata de una perversión completa. Los reyes, que alcanzaron su posición
en razón de su nacimiento, puede que fuesen unos diletantes inofensivos o unos hombres decentes
(pues si fueran unos «locos» lo normal es que la gente cercana y concernida por el patrimonio dinástico le contuvieran en seguida o, llegado el caso, le asesinaran). En agudo contraste, la selección de los gobernantes mediante elecciones populares hace imposible que una persona
inofensiva o decente pueda llegar a lo más alto del gobierno
alguna vez. Los presidentes y los jefes de gobierno
se alzan con sus magistraturas como consecuencia de su gran eficacia
como demagogos moralmente desinhibidos. Por eso, la democracia es el régimen que asegura que únicamente los tipos
peligrosos llegan arriba.
Concretamente, la democracia es vista como la causante de la elevación de la preferencia temporal social (orientación al presente) o de la «infantilización» de la sociedad. Ello se refleja en el continuo aumento de los impuestos, del dinero fiduciario y el papel moneda inflacionario, en la expansión del azote de la legislación motorizada y en la cada vez mayor «deuda» pública. Del mismo modo, la democracia determina la disminución del ahorro, el aumento de incertidumbre legal y la confiscación de los ingresos personales y su redistribución. Implica además la «ocupación» legislativa de la propiedad de unos cuantos -los poseedores (The haves)- y su «transferencia» a los demás -los desposeídos (The have-nots)-. En la medida en que las gentes puedan aspirar a la redistribución de cualquier cosa valiosa -aquello que los poseedores tienen en gran cantidad, pero no los desposeídos-, semejante posibilidad redistributiva se convertirá en un poderoso incentivo para que el valor o la producción de las cosas se reduzcan drásticamente. En otras palabras, la proporción de gente poco recomendable aumentará, así como la de los tratos, hábitos y conductas dudosas, de modo que la vida social se embrutecerá progresivamente.
Concretamente, la democracia es vista como la causante de la elevación de la preferencia temporal social (orientación al presente) o de la «infantilización» de la sociedad. Ello se refleja en el continuo aumento de los impuestos, del dinero fiduciario y el papel moneda inflacionario, en la expansión del azote de la legislación motorizada y en la cada vez mayor «deuda» pública. Del mismo modo, la democracia determina la disminución del ahorro, el aumento de incertidumbre legal y la confiscación de los ingresos personales y su redistribución. Implica además la «ocupación» legislativa de la propiedad de unos cuantos -los poseedores (The haves)- y su «transferencia» a los demás -los desposeídos (The have-nots)-. En la medida en que las gentes puedan aspirar a la redistribución de cualquier cosa valiosa -aquello que los poseedores tienen en gran cantidad, pero no los desposeídos-, semejante posibilidad redistributiva se convertirá en un poderoso incentivo para que el valor o la producción de las cosas se reduzcan drásticamente. En otras palabras, la proporción de gente poco recomendable aumentará, así como la de los tratos, hábitos y conductas dudosas, de modo que la vida social se embrutecerá progresivamente.
Finalmente, la democracia puede describirse también como la causante de una profunda mutación en la conducción de la guerra. Dado que las
democracias pueden externalizar los costes de su agresión contra terceros (vía impuestos), ello determina que tanto los reyes como los presidentes sean más agresivos
y belicosos de «lo normal».
Sin embargo, la motivación que hace que un rey vaya a la guerra es típicamente una disputa por la propiedad de una herencia. El objetivo
de esa guerra es algo tangible,
de naturaleza territorial, a saber: el dominio
eminente sobre una región y sus habitantes. Para alcanzar esa meta le interesa
distinguir entre combatientes (sus enemigos y objetivos
del ataque) y no combatientes y sus propiedades (que quedarán al margen de la guerra los daños que esta inflige).
Fue la democracia el régimen que transformó las guerras limitadas de los reyes en guerras
totales. En esta nueva etapa, las guerras se hicieron
ideológicas, librándose en nombre
la democracia, la libertad,
la civilización o la humanidad. Los objetivos
eran ya, pues, intangibles y difíciles
de aprehender: la «conversión» ideológica de los perdedores precedida de la rendición «incondicional» (la cual, dado que nunca se puede estar seguro de la sinceridad de la conversión, puede llegar
a exigir medios
como el asesinato
masivo de civiles). Al mismo tiempo,
con la democracia se desdibujó, hasta desaparecer, la distinción entre combatientes y no combatientes; finalmente, la implicación de las masas en la guerra
-impulsada por la conscripción
militar obligatoria- y los «daños colaterales» se
convirtieron en parte
importante de la estrategia bélica.
Tercer mito
Por último, el tercero de los mitos que deben ser erradicados es la presunción de que no existe una alternativa a las democracias sociales occidentales según el modelo de los Estados Unidos. De nuevo, la teoría indica
algo muy distinto. De entrada,
esta creencia es falsa, pues el moderno
Estado de bienestar no es un sistema económico «estable». Esta abocado al colapso bajo el peso de su gravosa estructura parasitaria, lo mismo que socialismo de estilo ruso se desplomó
hace una década. Mas existe una alternativa estable a la democracia. El término
que yo propongo
para esa alternativa es el de «orden
natural».
En un orden natural
todo recurso escaso, incluida toda la tierra, es poseído
privadamente; toda empresa depende de los consumidores que voluntariamente adquieren sus productos
o de los donantes
privados y el derecho de entrada en un sector de la economía, incluido el de la protección de la propiedad, el arbitraje
de conflictos y la pacificación, es libre.
Mientras que los Estados desarman a sus ciudadanos para poder robarles mejor (con lo que les hacen más vulnerables también al ataque criminal
o terrorista), un orden natural se caracteriza por una ciudadanía armada. Este es precisamente el rasgo distintivo de las compañías de seguros, que desempeñarían un prominente papel como proveedoras de seguridad y protección en un orden natural. Los aseguradores animarían a la gente a poseer armas de fuego, bajando las primas a sus clientes armados y entrenados en el uso de estos instrumentos. Por su naturaleza, los aseguradores
son
agencias defensivas.
Únicamente los daños
«accidentales» son «asegurables», no los auto infligidos o los causados
o provocados por el individuo. En un orden natural, los agresores y provocadores serían excluidos
de la cobertura, lo que les debilitaría. Puesto que los aseguradores
estarían obligados a indemnizar a sus clientes en caso de ser victimados, tendrían que ocuparse permanentemente de la prevención de las agresiones criminales, del rescate de los bienes expropiados y de la captura de los responsables de los daños en
cuestión.
Por otro lado, la relación entre el asegurador y su cliente sería contractual. Las reglas del juego serían mutuamente aceptadas y fijadas.
Un asegurador no podría «legislar» o alterar unilateralmente los términos del contrato. Así, un asegurador deseoso de atraerse
una clientela,
tendría que
ofrecer en sus contratos
una cobertura para la previsible contingencia del conflicto, pero no sólo en el caso de que este se produzca
entre sus propios
clientes, sino sobre todo con los clientes
de otros aseguradores. La única provisión
que cubriría satisfactoriamente esta última contingencia sería que cada asegurador se ligara contractualmente al arbitraje de un tercero
independiente. Sin embargo, no valdría
cualquier tipo de arbitraje. Los aseguradores en conflicto tendrían que estar de acuerdo en el árbitro y agencia de arbitraje y precisamente para que los aseguradores reconozcan al árbitro,
este tendría que producir
un producto (un procedimiento legal y un juicio sustantivo)capaz de suscitas el consenso
moral más amplio posible tanto entre los aseguradores
como entre los
clientes.
Así pues, en contra de
las condiciones impuestas por el estatismo, un orden natural se caracterizaría por un derecho
predecible y estable
y por una creciente armonía
jurídica.
Estrategia
Proceden ahora, como conclusión, unos cuantos comentarios sobre los problemas estratégicos. ¿Cómo puede transformarse un Estado centralista y democrático en un orden natural?
Ciertamente, el Estado
centralista y democrático no se autoabolirá democráticamente. He aquí la respuesta: mediante la secesión como etapa intermedia y decisiva
hacia la meta última de la privatización total.
Un gobierno central que gobierna vastos territorios -y con más razón una superpotencia y, en última instancia, un único gobierno
mundial- no puede aparecer
ab ovo. Al contrario, todas las instituciones con poder fiscal y reglamentario sobre los propietarios particulares comenzaron
a desarrollarse a pequeña
escala. Ello supuso cientos de años y guerras
interestatales sin cuento antes
de que
se alcanzara el
actual grado de centralización
política.
Para sustituir al Estado democrático por un orden natural, el proceso de expansión
y centralización territorial, inherente a la naturaleza del Estado, debe ser revertido. El Estado
central tiene que descomponerse en sus partes constituyentes. Así, en vez de un «Orden Mundial» (inevitablemente controlado por los Estados Unidos), tendríamos un mundo basado
en decenas de miles de diversos
países, regiones
o cantones y cientos de miles de ciudades libres independientes como las hoy pintorescas Mónaco, Andorra, San Marino,
Liechtenstein, Hong-Kong, Singapur, Bermuda, etc.
Los apologetas de un Estado central
y de la centralización política (como los Estados Unidos) argumentan que este mundo que yo defiendo
conduce a la desintegración y al empobrecimiento. Sin embargo, la reflexión teórica demuestra que esa aspiración no es más que otro mito estatista. Estimo que el resultado
sería exactamente el contrario.
Los pequeños gobiernos tienen muchos competidores próximos. Si se nota demasiado que gravan a sus propios súbditos y les complican
la vida con reglamentaciones más que sus competidores, quedarán expuestos a sufrir la emigración del trabajo
y el capital. Además, cuanto más pequeño
es un país, mayor será la presión
para optar por el librecambio en vez del proteccionismo. Toda interferencia gubernativa en el comercio internacional causa un empobrecimiento relativo, tanto dentro del país como fuera. Pero cuanto
más pequeño sean un territorio y su mercado interior, más dramático será ese efecto. Si los Estados
Unidos adoptaran el proteccionismo, el nivel de vida norteamericano se desplomaría, pero nadie perecería. Sin embargo, si una simple ciudad,
digamos Mónaco,
hiciera lo mismo, desaparecería casi inmediatamente. Supongamos que una hacienda sencilla
es la unidad
secesionista más pequeña concebible. Si adoptara el librecambio sin restricciones, incluso el más pequeño
territorio sería capaz de integrarse plenamente en el mercado mundial, participando de todas las ventajas de la división del trabajo. Sus propietarios serían así la gente más rica de la tierra. Por otro lado, si los propietarios de esta misma hacienda
decidieran prescindir del comercio
interterritorial, la más abyecta pobreza y la muerte
se abatirían sobre ellos. Según esto, cuanto más pequeño es un territorio y su mercado interior, más probable
es que opte por el librecambio.
Además, y esto es algo que ahora no puedo explicar con detalle,
sino tan sólo indicar,
la secesión promueve la integración monetaria,
conduciendo a la sustitución del actual sistema monetario de moneda papel nacional fluctuante por un patrón de dinero-mercancía totalmente ajeno al control
del gobierno. En suma, el mundo estaría
constituido por pequeños gobiernos liberales, económicamente integrados gracias al librecambio y a un dinero-mercancía internacional como pueda serlo el oro. Ese sería un mundo de una prosperidad, un crecimiento económico y un avance
cultural inauditos.