El
actual conflicto deriva de la postergación indefinida de procedimientos
competitivos de reclutamiento y evaluación de docentes, que han reducido la
proporción de docentes a la condición de oligarquía interna, cuyos privilegios
resienten al resto. La titularidad se convirtió en una demanda gremial cuya
satisfacción podía asegurar votos. Así procedieron en el Consejo.
El
rechazo de los estudiantes a la titularización por antigüedad repudia la
concesión de privilegios, pero ignora los que ellos mismos obtuvieron: la
promoción con notas inferiores, exámenes especiales, permanencia indefinida,
matrículas subsidiadas, cuotas de presupuesto, etc. Esto le quita fuerza a su
discurso pretendidamente académico.
Además,
la titularidad tiene un carácter feudal que obstaculiza la actualización o
modificación de contenidos, limitando la renovación. Este problema de gestión
académica no importa a nadie.
La
autonomía y el cogobierno han permitido la “captura de la universidad por los
gremios”, como decía Barnadas, y son ahora su mayor problema. Abolir esas
normas tiene un costo político tan grande que nadie está dispuesto a pagarlo.
Para cambiarlas desde adentro se necesita que las mayorías silenciosas se movilicen
y rechacen la lógica corporativa. ¿Podemos pensar una alternativa?
Un
Consejo Universitario compuesto por personas totalmente ajenas al quehacer
cotidiano de la universidad sería un primer paso a la renovación. Podrían ser
nombrados por representantes de diversos sectores (docentes y estudiantes para
honrar el cogobierno, pero también legisladores y colegios profesionales) y en
base a prestigio profesional o académico, permaneciendo por periodos
prolongados de tiempo (15 años por ejemplo), para honrar su autonomía.
A
su vez, este consejo designaría a las autoridades operativas (rector, decanos y
jefes) sin condicionamiento alguno, buscando en el mundo entero a quien
consideren más adecuado al cargo, sea o no boliviano de nacimiento, profesor titular
o con libreta de servicio militar. A su vez, les exigiría resultados en
términos de calidad en la formación profesional y en la investigación, sujetos
siempre a evaluación y certificación externas, a partir de las cuales se
negociaría el acceso al presupuesto. Un presupuesto que, además, debería estar
abierto a las universidades privadas, también en consonancia a su calidad
académica y al empleo de esos recursos para ofrecer becas o para investigación
científica y tecnológica. Sin la presión de la competencia no habrá superación
y la universidad seguirá siendo una manifestación del despilfarro
rentista.
El
autor es economista @RobLaser